23 de octubre de 2006

Erna también quiso morir

La revista mexicana Emeequis - una envidiable mezcla de independencia, periodismo narrativo e investigación- publica en su edición de esta semana el escalofriante relato de Erna Wutrich, una suiza de 72 años que no deseaba morir. Luego de leer el relato de la periodista Ana Gabriela Rojas, quien presenció la muerte asistida, entendí que los casos de Inmaculada y Ramón Sampedro no son extravagancias. Este es el comienzo de la nota, que está disponible en la página de internet de la publicación que dirige Ignacio Rodríguez Reyna (www.eme-equis.com.mx)
LA PUERTA Estaba abierta. Ella quería morir y nosotros veníamos a ayudarla.
Era un mediodía de verano de este 2006, soleado y alegre. “Perfecto para irse”, dijo con una sonrisa. Erna Wütrich, una suiza de 72 años, deseaba morir. Ya había intentado quitarse la vida antes. No una, sino dos ocasiones, había ingerido una barbaridad de pastillas.
Pero en ambos intentos había fallado y su temor más grande se había hecho realidad: despertar, viva, en un hospital. La rodeaban personas vestidas con batas blancas que manipulaban su cuerpo para mantenerlo en marcha, aunque ella estaba convencida de que su existencia ya no tenía sentido. “Ya estoy muerta por dentro”, aseguró en varias ocasiones. Había llegado a esa conclusión hacía unos siete meses, cuando llevó a su perro al veterinario para que le aplicaran una inyección letal. “Mi perro estaba enfermo, sufría mucho y yo no podía verlo así”, argumentó en la conversación que tuvimos.
Alguien más cercano a Erna me confesó que su san bernardo en realidad estaba sano y que ella, al verse incapaz de sacarlo a pasear regularmente, prefirió que muriera. El caso es que, a partir de ese momento, la idea de acabar con su propia existencia no salió ya de su cabeza. Así vinieron los dos intentos fallidos de suicidio.
Por eso, porque no quería que la tercera también fracasara, tomó sus precauciones. Pidió ayuda para morir.
Esta vez la asistiría la gente de Exit, una de las dos organizaciones que se dedican al “suicidio asistido” en Suiza. El Código Penal de este país especifica que será castigado “quien anime a alguien a suicidarse o le asista por motivos egoístas”. Por el contrario, ayudar a bien morir por altruismo no es condenable.
Por ello, Erna Wütrich debió cumplir con varios “trámites” para evitar que su muerte no se confundiera con asesinato o eutanasia: firmó un documento en el que manifestaba su voluntad, comprobó que estaba en pleno uso de sus facultades mentales y se llevó por sí sola el veneno a la boca. En todo este proceso la acompañó uno de los voluntarios de la organización. Yo también estuve presente.
***
La obsesión por el tema de la muerte me había llevado hasta ahí. Quería saber qué lleva a una persona a decidir quitarse la vida y cómo reunía el valor para hacerlo.
Entré en contacto con Exit y les solicité que me contactaran con una persona que fuera a tomar “la decisión que acaba de tajo con todas las posibilidades”, como define el suicidio un filósofo español. Cuando platiqué con Erna Wütrich, le pedí que me explicara sus motivos, que me permitiera tratar de entenderla. Ella aceptó, con la condición de que fuera su testigo.
Aparte del voluntario que le proporciona el veneno al suicida para que éste lo tome, otra persona debe certificar que en todo momento actuó por su voluntad. En la mayoría de los casos, este testigo es un familiar cercano, pero Erna quería hacerlo sin que su hija se enterara. No quería que su intento se frustrara. La normas de Exit lo dicen claramente: la última palabra siempre la tiene el paciente, así que todo se hizo a espaldas de Dora, su hija.

19 de octubre de 2006

El cielo para Inmaculada

Para María Carolina Saggese

Por estos días, hace dos años, andaba yo por Madrid con mi esposa Carolina y mi amigo Jesús. Como era nuestra primera vez en Europa, andábamos en una loca carrera por abarcar toda la belleza de la geografía española en los pocos días que teníamos. Una tarde fuimos a Córdoba, la hermosa capital de Occidente en el siglo XII, que resume como nadie el espíritu liberal del siglo XXI.
La primera noche que pasamos en esa ciudad dormimos en casa de Elvia, una simpática andaluza que había estado en nuestro matrimonio en Venezuela. Su madre, una rubia de ojos azules que simulaban una tranquila bahía, nos ofreció una estupenda cena a modo de bienvenida. Debe ser la comida más larga que he hecho en mi vida porque no podía levantarme de la mesa. Habíamos tragado como cosacos. Sólo quería dormir. Justo cuando nos disponíamos a dar las buenas noches, Elvia nos atajo. “Vamos a ver una película. Ha sido toda una sensación aquí en España”. Se llamaba Mar Adentro.
Había leído algo del director de la cinta, Alejandro Amenabar, a quien admiré desde que vi en Caracas Tesis, su perturbadora ópera prima sobre las snuff movies. Supuse entonces que si Amenabar estaba detrás de Mar Adentro la cosa prometía. No me equivoqué Las próximas dos horas transcurrieron en completo silencio. Nadie pudo apartar la vista de la tele hasta que, sobre un fondo de aguas furiosas, aparecieron los créditos.
He vuelto a recordar esa maravillosa película, que ganó un Oscar al mejor filme extranjero en 2005, luego de leer en El País de Madrid la triste historia de Inmaculada Echeverría, una mujer que, como Javier Bardem en la película, pide que le dejen morir con dignidad. Confinada en la cama de un hospital de Granada, Inmaculada "duerme poco, se siente cansada, le cuesta respirar y le duele todo el cuerpo. Pero asegura que mucho peor que todo eso es la soledad. Mi vida está llena de vacíos, de silencio. No puedo hablar con nadie, nadie me entiende", escribe el periodista Reyes Rincón. En su caso, dice, es peor la soledad que el dolor físico.
Enferma de distrofia muscular progresiva desde los 11 años, Inmaculada ha ido perdiendo movilidad y desde hace nueve vive conectada a un respirador. Ahora tiene 51. "La vida ya no tiene valor para mí. Estoy muy harta, no es justo vivir así", asegura. Ya los medios españoles comparan su caso con el de Ramón Sanpedro, el parapléjico gallego sobre el que se basa Mar Adentro, y el de Terri Schiavo, la estadounidense que tenía un daño cerebral irreversible. Ambos pidieron morir antes que vivir asidos a un respirador artificial.
Inmaculada no tiene familia. Sus padres murieron hace demasiados años y su único hermano se desentendió de ella. Ha vivido de hospital en hospital, y si no ha muerto de tristeza es porque ángeles como Federico Oloriz, el hombre que la acompañó en su comparecencia pública, arrimaron el hombro. Oloriz no espera nada. Le ha hecho saber a Inmaculada que está en desacuerdo con la eutanasia, pero sabe que sólo ella es capaz de comprender los tormentos de su existencia. Si pide que le retiren el respirador, la legislación la ampara. Pero ella no quiere ser espectadora de su propia muerte. "Yo quiero morir, pero sin dolor. Y me tienen que respetar porque es mi vida y no quiero que me la alargue", suplica.
Ya la derecha cristiana, los que comen ostias y cagan diablos, manifestaron su desacuerdo. Es muy fácil colocar en manos de Dios la hora de la muerte cuando el hombre se puede valer por sí mismo. Es una decisión difícil, qué duda cabe, pero en casos así hay que convertirse en Prometeo. Nadie te puede castigar por robarle el fuego a los dioses.

11 de octubre de 2006

Ivanistelroy

Los nombres que ciertos padres colocan a sus hijos dan pena ajena. En Maracaibo, al occidente de Venezuela, he escuchado los nombres más inverosímiles: Usnavy (US por Estados Unidos, Navy por armada), Yedoska (Un velado homenaje a Y2K, el término con el que fue bautizado el supuesto fallo de las computadoras la primera madrugada del siglo 21). Un amigo me contó que conoció a una niña llamada Yotana en la Gran Sabana. Cuando le preguntó a la madre si el nombre tenía alguna referencia a sus antepasados indígenas -la niña era morena y medio aindiada-, la madre, risueña, le contestó: "No, chico. Yo quería tener un hijo y llamarlo OTAN, por las siglas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Pero como fue una niña le puse Yotana".
El domingo leí una entrevista que El Universal le hizo a Juan Arango en Palma de Mallorca. Era una nota que repasaba la cotidianidad del delantero venezolano del Mallorca. En una de las imágenes aparece Arango sentado en lo que me parece es el recibo de su casa al lado de un niño. La leyenda dice textualmente: "Ivanistelroy, el sobrino de Arango, sube y baja del sofá. Su tío ni se inmuta. Acaba de regresar de la cena con sus compañeros". ¿Ivanistelroy? Qué vaina es esa, pensé, casí cayéndome de la cama. La respuesta estaba a dos párrafos de distancia. "Willians Tortolero, cuñado de Arango, es su persona de confianza. Y su amigo. Juan, Laurys y sus dos hijos; Willians, Milady y el niño de ambos, Ivanistelroy (por el amor al ex delantero del Manchester United, Ruud Van Nistelroy bautizó al chamito) comparten casa y vida". Cierta gente tiene vocación de asesino moral. Pero a Juan Arango le podemos perdonar todo. Incluso que sea corresponsable de las burlas que seguramente recibirá su sobrino. Después de todo lo único que nos importa es que cuide esa zurda y marque muchos goles con la Vinotinto.

9 de octubre de 2006

Libros: Operación Condor. Una década de terrorismo internacional

No sólo al diablo nombró Hugo Chávez en la Asamblea General de la ONU. En su diatriba contra Estados Unidos, el Presidente también recordó a Orlando Letelier y acusó a la CIA de planificar su muerte. “Los culpables son norteamericanos, terroristas de la CIA”, aseguró el primer mandatario al final de su recordada intervención. Chávez, que suele nadar a contracorriente en los foros internacionales, respaldó así lo que poco antes había dicho la presidenta Michelle Bachelet, quien también se refirió a la muerte del ex canciller chileno.
Esa alusión del mandatario no fue reseñada por la prensa venezolana, como sí ocurrió en Chile con las palabras de Bachelet. Pero el pasado domingo el general Manuel Contreras, el hombre fuerte de la DINA, la temida policía política de la dictadura de Augusto Pinochet, recordó lo que había dicho Chávez para arrimar agua a su molino. Las agencias de noticias no desperdiciaron la oportunidad. En una entrevista con el diario El Mercurio, Contreras le pidió al jefe del Estado que declare en el proceso que se le sigue por el asesinato de Letelier, ocurrido el 21 de septiembre de 1976 en Washington.
Contreras, quien cumple una condena de 12 años de cárcel por la desaparición de un militante de izquierda en 1976, cree que Chávez tiene información que demuestra que el atentado fue ejecutado por la CIA, una versión que Contreras ha repetido para salvar su responsabilidad. Pero un libro se encarga de desechar esa hipótesis. Operación Condor. Una década de periodismo internacional en el cono sur, del periodista John Dinges, responsabiliza al agente Michael Townley y a la policía secreta chilena de colocar la bomba debajo del vehículo del político chileno.
Establecer esa verdad histórica, como aseguró la hermana de Letelier, Fabiola, no es sólo consecuencia de la voluntad de los tribunales o de un periodista obsesionado. Washington también ha contribuido a iluminar las zonas oscuras de los regímenes dictatoriales del Cono Sur. Durante el gobierno de Bill Clinton se desclasificaron más de 28.000 documentos sobre Chile y Argentina.
Con todo ese material, el archivo de la policía secreta paraguaya, la correspondencia secreta entre la DINA y su operador encubierto en Buenos Aires, y los memorandos de los organismos estadounidenses, Dinges establece dos conclusiones. Estados Unidos estaba al tanto de las atrocidades cometidas por Pinochet y Videla, pero es un error suponer que el Departamento de Estado alentaba a las dictaduras a violar los derechos humanos.
“Aquellos que creen, por ideología o cinismo, que no hubo esfuerzos sinceros de diplomáticos norteamericanos para alentar el respeto por los derechos humanos durante esa época en la que reinó el terror, desafían los numerosos y evidentes registros que hoy tenemos a nuestra disposición. Una condena tan simple extravía el sentido profundo de la historia (...) Si hay una conclusión clara de la actitud estadounidense durante los años de la Operación Condor es ésta: los dictadores no captan los dobles mensajes morales sobre derechos humanos con la sutileza que espera el emisor, sin importar qué tan cuidadosamente se haya armado el mensaje. Éste se interpretará como un confuso pero unidimensional respaldo a las tácticas brutales que han comenzado a implementar nuestros poco sutiles aliados”.
Pero, ¿cómo se preparó el asesinato de Orlando Letelier? Michael Townley recibió la orden de matarlo a finales de junio de 1976. El ex canciller chileno no era cualquier personaje. Durante la década de los sesenta había trabajado como economista en el Banco Interamericano de Desarrollo, y en 1970, cuando Salvador Allende asumió el poder, regresó a Santiago. En 1971 fue nombrado embajador en Washington. Poco antes del golpe designado canciller y posteriormente ministro de la Defensa. Letelier ocupaba este último cargo el 11 de septiembre de 1973.
Detenido y torturado como otros integrantes del gobierno de la Unidad Popular, Letelier fue confinado en un campo de prisioneros en la isla de Rawson, en el estrecho de Magallanes, al sur de Chile. Muchos presos políticos nunca volvieron a ver a sus familias, pero Letelier tuvo la suerte de salir de prisión un año después gracias a las gestiones de la comunidad internacional.
Instalado en Washington, se convirtió en el líder principal en el exilio. Mientras trabajaba por restablecer la democracia en su país, aprovechaba sus contactos con los congresantes liberales para gestionar un recorte de la ayuda militar a Chile. Cada una de esas gestiones preocupaba a Pinochet, de tal forma que consintió la operación que culminó con la muerte de Letelier. Así lo afirma John Dinges en su investigación. “Cuatro de los protagonistas –Townley, Manuel Contreras, Pedro Espinoza y el capitán Armando Fernández Larios– han dicho directa o indirectamente que Pinochet en persona autorizó el asesinato. Contreras, durante una declaración ante un tribunal de Chile, después de ser condenado, despejó cualquier duda al respecto de que obedecía instrucciones: ‘Siempre cumplí (...) conforme a las órdenes que el señor Presidente de la República me daba. Solamente él como autoridad superior de la DINA podía disponer y ordenar las misiones, y siempre, en mi calidad de delegado del Presidente, cumplí estrictamente lo que se me ordenó (...) Por eso digo que yo no me mandaba solo”.
¿Pero por qué el presidente Hugo Chávez insiste que los culpables están libres? Los documentos desclasificados disponibles indican que Washington intentó detener la operación. Después de recibir la orden, Townley partió a Buenos Aires, ciudad en la que ya se encontraba Armando Fernández Larios, quien también colaboraría en el plan. “Se conectaron con la SIDE, el servicio de inteligencia socio de la DINA en Argentina, para arreglar documentación falsa para el viaje. Pero la SIDE, inmersa en la masiva tarea de supervisar el secuestro y la desaparición de más de 300 personas cada mes, se vio obligada a declinar la petición de su contraparte”, escribe Dinges.
Fernández Larios y Townley viajaron entonces a Asunción, Paraguay, donde sí recibieron la ayuda que los argentinos habían negado. Un funcionario, Benito Guanes, dispuso que se le entregaran pasaportes falsos a nombre de Juan Williams y Alejandro Romeral. Otros policías de ese país, que también había firmado el pacto fundacional de la Operación Condor – el plan de intercambio de información sobre actividades subversivas entre los países del Cono Sur–, presentaron los documentos ante la embajada de Estados Unidos en ese país para solicitar una visa de turista.
Ese detalle es el que permite que 30 años después se sepa quiénes fueron los responsables de la muerte. Según Dinges, un funcionario paraguayo, “ansioso por congraciarse, informó al entonces embajador George Landau que los pasaportes eran falsos y que los dos hombres eran agentes chilenos que cumplirían una misión secreta en Washington”. El mensaje que Landau envió a Washington inició la cadena de comunicaciones que permitieron resolver el crimen y descartar, por ahora, la participación directa de la CIA
Pero todavía queda una rendija abierta que alienta la especulación. La CIA pudo haber evitado el atentado porque contaba con suficiente información que permitía concluir que Chile había mandado a asesinar a Letelier. ¿Por qué no lo hizo entonces? Al leer el libro de Dinges se entiende que, como ocurrió el 11 de septiembre de 2001, muy pocos fueron capaces de hacer una sencilla suma con las evidencias disponibles. Los funcionarios del Departamento de Estado sabían que las dictaduras sureñas intercambiaban datos sobre las actividades de la izquierda, pero no creían que ese plan apenas era el comienzo de un horror más grande.
A pesar de todo, Henry Kissinger, entonces secretario de Estado, envió un cablegrama a los diplomáticos asentados en el sur para que tomaran “medidas inmediatas”. “Ustedes están al tanto de una serie de informes (de la CIA) sobre la operación Condor (...) Sin embargo, los asesinatos planeados y dirigidos por los gobiernos dentro y fuera del territorio de los miembros del Condor tienen consecuencias extremadamente graves que tenemos que enfrentar con rapidez y sin rodeos (...) Si bien no podemos aseverar los rumores de asesinato, nos sentimos impelidos a llamar su atención sobre nuestra profunda preocupación. En caso de que estos rumores llegaran a ser ciertos, crearían un problema sumamente grave de índole moral y política”. Todavía faltaba un mes para que el carro que manejaba Letelier, que estaba acompañado por su asistente, Ron Moffit, volara en la primavera estadounidense.