Aunque ya se apagaron las luces de Alemania 2006 aún queda tiempo para comentar varias cosas. Una de ellas, lógico, tiene que ver con el cabezazo que Zinedine Zidane le dio a Marco Materazzi en el último suspiro del partido final. Resulta un ejercicio inútil dilucidar si el francés agredió al italiano como consecuencia de las contínuas mentadas de madre, o si perdió la cabeza luego de una puntual provocación. Hay algo de lo que nadie debe dudar: la reacción de Zizou jamás borrará los trucos de su pierna derecha.
Alguna vez presencié sus artes de prestidigitador en un partido contra el Albacete en el Santiago Bernabeu. Pero nada supera lo que ocurrió en la recientemente finalizada Copa del Mundo. De todas las imágenes que repitieron hasta la saciedad los canales de televisión me quedo con el sombrero que le hizo a Roberto Carlos en el partido de cuartos de final contra Brasil. Zidane recibió el balón de espaldas al arco, y antes de que el lateral brasileño lo anticipara, Zizou levantó el balón sobre su cabeza. Como si fuera un chico de 20 años, tuvo tiempo de ganarle la espalda al defensor y encarar al arco. Aunque la jugada no terminó en gol, Zidane me hizo entender que sería más feliz el resto de mis días.
Me niego a creer que esta imagen, así como cualquier otra faena con el Real Madrid, la Juventus o la selección gala, quede eclipsada por la sombra de un cabezazo. A veces resulta conveniente recordar que, antes que dandys, somos seres humanos y tenemos la cabeza caliente. Queda claro que después de lo del domingo 9 de julio, la Fifa no podrá exhibirlo como el osito de peluche que es Pelé.
Esa y otras anécdotas recoge el último libro de Juan Villoro, Dios es redondo (Planeta, 2006). La gran cantidad de partidos, la intensa dinámica del fútbol mundial y la desmedida celebración de torneos posibilita que se olviden ciertos episodios memorables de los mundiales. El libro no sólo recoge algunas de esas anécdotas, sino que tiene la facultad de revivirlos. Leyéndolo volví a evocar ciertos lances que yacían olvidados en el desván de mi memoria.
La práctica del fútbol es abordada por Villoro como un ejercicio intelectual, pero también quiebra una lanza por el simple hecho de tocar una pelota. De todos los capítulos me quedó con una entrevista a Jorge Valdano. Yo había leído algunas de las columnas del ex delantero de la selección argentina y sus recopilaciones de relatos de fútbol. Noté entonces la luminosidad de su inteligencia y una precisión en el uso de la palabra que no abunda en los jugadores de fútbol. Desde hace algunas semanas llevo conmigo varias de sus frases, porque explican como ninguna otra las actuales complejidades de un juego que muchos se empeñan en reducir a simples patadas a una pelota. Quien quiera asomarse al backstage del título mundial conseguido por Argentina en 1986 podrá encontrar aquí una imprescindible galería de anécdotas. ¿Sabían ustedes que Maradona también era una deidad para sus compañeros de equipo? ¿Por qué Jorge Burruchaga, quien por esos días era considerado, después de Diego, la pierna más educada del plantel, jamás se atrevió a hablarle? ¿Cómo fue posible que Valdano y Maradona se entendieran en la cancha si vivieron la mitad del campeonato peleados?
Valdano debe ser la persona que mejor describió la escindida personalidad de Maradona. "Creamos un Dios cuando solamente se trataba de un hombre", escribió en Los cuadernos de Valdano. En Dios es redondo hace otra reflexión no menos aguda. "Diego perdió el sentido del límite demasiado pronto; se desentendió de la realidad y, como la celebridad impone mucho, nadie se anima a contarle la verdad. El único sitio en el que Diego se siente auténtico es dentro de la cancha, ahí vuelve a pisar la tierra, vuelve a sentirse débil, vuelve a sentirse niño (...) Dentro de la cancha Diego recupera el gozo de cuando era chico, pero cuando termina el partido, desaparece la persona y aparece el personaje". El libro de Villoro es una gema escasa, como los equipos ofensivos.