10 de octubre de 2007

Las razones de un chavista

Voy a compartir con ustedes una derrota. Mejor dicho, compartiré con ustedes una certeza: pasarán muchos años antes de que Hugo Chávez deje el poder por las buenas. Desde hace unos días esa frase no me abandona. Cuando quiero dejarla atrás me toca el hombro y se materializa, como el más abominable de los espectros. Lo presentía al ver las encuestas en torno al liderazgo del Presidente y las inconsistencias de la oposición, llena de gente que cree que lo que nos pasa es una pesadilla. Pero desde hace unos días, decía, tengo la íntima convicción de que este gobierno va para largo.
Ocurrió en la bomba que está al lado del Concresa y frente al viejo centro comercial La Pirámide. Hay sitios que nunca mueren y La Pirámide parece ser uno de ellos. Cuando era pequeño iba por allí a cortarme el pelo en una barbería de niños. Al filo de los dieciocho saqué por primera vez mi certificado médico en un local con puertas de vidrio forradas en papel lustrillo. De resto no sé por qué sobrevive a la apertura de nuevos centros comerciales. La Pirámide es más bien feo, con una distribución que nunca he sabido entender. Debe ser que, pese a la escasez, el Central Madeirense que está allí todavía salva la vida de los vecinos.
El tipo que me abordó en la estación de servicio ubicada frente al centro comercial tenía una sonrisa radiante. El eterno cuento de siempre: "usted es el que sale en Aló Ciudadano los domingos", y yo, "sí, señor, a la orden", y él "dime una cosa, pana mío, es verdad que ustedes sólo pasan aquellas llamadas de la gente de la oposición", y yo, esbozando mi sonrisa de pasta dental, "no filtramos llamadas, pero el operador de audio está pendiente de cualquier palabrota que se le escape a un oyente".
Traté de llenar el tiempo con explicaciones técnicas mientras el bombero completaba el aire de las llantas. Estaba apurado y la puta lluvia que ahora caía no me permitiría avanzar más rápido por la Autopista del Este, que desde mi emplazamiento parecía el estacionamiento del Sambil en diciembre. Le dije al hombre que bajo ningún concepto permitiría insultos contra el presidente Hugo Chávez o alguno de mis compañeras del panel. El discurso fluía rápido como una caída de agua natural hasta que dije:
-Que quede claro que no quiero a Hugo Chávez.
-¿Y por qué no lo quiere? ¿Dime una cosa mala que haya hecho? -me retó el hombre.
-Me molesta de Chávez su autoritarismo, la intolerancia y que quiera hacer de Venezuela la tierra de los que piensan igual que él...
-Y eso qué importa -me atajó el hombre. Yo soy de San Sebastián de los Reyes, al sur de Aragua, y allí mi comandante mandó a construir un centro de salud más grande que el que había. Ahora hay mercaditos populares donde uno puede comprar. Es que los adecos y los copeyanos se olvidaron de la gente pobre, compadre.
-No niego ciertos logros del Gobierno con los programas asistenciales (misiones) y ciertas medidas que favorecen a la clase media. Pero Chávez siente un desprecio olímpico por las normas y los procedimientos -razoné con ese tono de analista político sorprendido por la tenaz resistencia de mi interlocutor.
-Aquí hay que acabar con la burocracia. Si el pueblo está contento al carajo los procedimientos.
Dos bomberos de la estación de servicio nos habían rodeado. Parecían estar en el ring side de un ensogado invisible. Todos asentían cuando mi interlocutor exponía sus argumentos. Traté de ensayar otra explicación, pero ninguno de ellos me quería escuchar. Cada uno completaba la frase del otro.
Me aparté del grupo con la seguridad de que la reforma se aprobará sin mayores trámites dentro de dos meses. Pensé entonces que aquel viejo eslogan de la campaña presidencial de 1983 -¡Jaime es como tu!- le va muy bien al chavista de a pie. ¡Hugo es como tú!. Lo que queda en evidencia, una vez más, es el corpus de preocupaciones de dos clases sociales. Mientras yo detesto a Chávez por razones más bien espirituales, él lo quiere porque le resolvió la vida. No le interesa que haya hipotecado al país. No le interesa que el precio del dólar se aproxime a la cima del Everest (dentro de pronto alcanzará la cota de los 8.800, como el pico más alto del mundo).
El bombero no había terminado de llenar de aire los cauchos de mi carro y aún le faltaba aspirar las alfombras. Dejé a esos tipos celebrando su íntima victoria. Crucé la avenida para cobrar un cheque en una oficina de la torre contigua al Centro Comercial La Pirámide. En la antesala me encontré a Tarek William Saab. Intercambiamos saludos y dándome una palmada en el hombro me dijo:
-Poeta, la oposición no nos gana en diciembre.
-Hoy es diciembre -le contesté.