Todas las mañanas desde hace ocho años vengo a trabajar al diario El Nacional. Varias veces al día debo pasar por la entrada principal. Los compañeros que resguardan las instalaciones suelen cambiar tan rápido como el humor, así que sus rostros suelen desvanecerse por los agujeros de mi memoria. Alguna vez escuché a un viejo amigo tirarle el teléfono a una señora que llamaba insistentemente a su extensión preguntándole por un conocido suyo. "Señora", le gritó entonces, "El Nacional tiene más de 1.000 empleados y le juro que no puedo reconocer, ni identificar por su nombre a cada uno de ellos".
Dudo que alguien de El Nacional no sepa quién es Martín Curvelo. Martín era uno de esos tipos que no respondía al arquetipo del funcionario de seguridad. No era, pues, malencarado y gruñón. Alguna vez dudé de sus antecedentes porque jamás lo vi devolver de mala gana a los empleados que no llevaban el carnet. Con una paciencia de madre recordaba la obligación de portarlo en un sitio visible. Martín solía saludarte cuando no te veía ocupado, pero si intuía que tu día no era el mejor sabía mantenerse a distancia.
Al principio me sorprendió su insólita amabilidad, pero luego entendí que era un rasgo constitutivo de su personalidad. Con los años decidí inscribirme en un equipo de futbolito y me tocó enfrentarlo en muchas ocasiones. Varias veces lo vi llegar sobre la hora, amanecido, y correr como si hubiera dormido toda la noche. Era muy rápido Muchas veces tuve que pegarle para que no se escapara con el balón.
Lo vi poco durante los últimos meses. La empresa le encargó la coordinación de la seguridad de la nueva sede de Los Cortijos. Esa circunstancia había postergado una invitación que pensaba hacerle. Quería tomarme una cerveza con él. Muchas veces, en el frenesí del periodismo, desconocemos qué hay detrás del rostro de la persona que nos recibe cada mañana.
El domingo 20 de mayo Martín estaba visitando a una amiga lejos de Caracas, en la vía hacia el oriente de Venezuela, cuando llegaron tres malandros. Buscaban a un hombre que vivía en esa casa. Martín trató de mediar en la situación, pero recibió un tiro en la pierna como respuesta. Yo hubiera deseado que en ese momento Martín se hubiera convertido en el fiero guardia que no fue. Malherido, desangrándose en el suelo de la vivienda que lo recibía, vio por última vez la cara de sus verdugos, que regresaron alertados por los insultos de su amiga. Uno de ellos tiró del gatillo hasta asegurarse de que callaría para siempre. Me dicen que le dieron siete o tal vez nueve tiros, pero eso poco importa. Duele saber que nunca lo volveré a ver