12 de julio de 2013

Las horas bajas de Henrique Capriles






Hace poco los reconocidos analistas políticos Fausto Masó y Luis García Mora criticaron en dos artículos la estrategia de la oposición para manejar la crisis política venezolana. El título del escrito de Maso era casi una provocación para quienes sintieron en abril que tenían al alcance de la mano el fin de 14 años de chavismo. “¿Y si Nicolás Maduro durase los seis años?”. Razonaba el articulista que Venezuela se estaba acostumbrando al nuevo Presidente al igual que al tráfico, a la delincuencia y al desabastecimiento. “Maduro se está convirtiendo en una mala costumbre, pero las malas costumbres son eternas, mientras el espacio en los medios de la oposición le ocurre como a la piel de zapa de Balzac, se achica”, escribió. Mucho más directo, García Mora se preguntaba: “¿Para dónde va Henrique Capriles Radonski?” y argumentaba que la oposición no tenía objetivo estratégico definido y que lucía entrampada.
Estas ideas son parte de una opinión generalizada entre buena parte de los adversarios del gobierno, quienes han empezado a preguntarse, después de ver lo sucedido en Brasil -donde protestas masivas y extendidas en el tiempo han obligado a la presidenta Dilma Rousseff a promover reformas-, si su líder ha dilapidado la posibilidad de provocar cambios en el modelo chavista con el capital político obtenido en las elecciones del pasado 14 de abril. Más allá de esto: si la oposición está segura de que fue despojada del triunfo, ¿por qué desistió de presionar en la calle hasta que se reconociera el resultado?
El miércoles 17 de abril Capriles Radonski convocó a sus seguidores a marchar hacia el Consejo Nacional Electoral para solicitar un recuento de votos, la única manera, dijo entonces, de resolver la crisis política desatada después del anuncio del estrecho resultado. En las calles había numerosos focos de protesta que a la postre terminarían con nueve personas fallecidas, 78 lesionadas, y con la amenaza del gobierno de enjuiciarle como el instigador de esas muertes. El candidato decidió entonces suspender la caminata para evitar una masacre similar a la ocurrida el 11 de abril de 2002 -el día que comenzó el breve golpe de Estado contra Hugo Chávez- y reorientar su estrategia. Sus seguidores debían cesar las protestas callejeras, volver a casa y dejar que él llevara el reclamo ante el árbitro comicial e impugnara las elecciones ante el Supremo en caso de que la mayoría oficialista del CNE no aceptara abrir las urnas. El tiempo se encargaría de terminar de erosionar las precarias bases que sostenían a Maduro, que debía iniciar su gobierno con un presupuesto comprometido y una escasez galopante con congénitas debilidades de liderazgo. La estrategia de Capriles apostaba –apuesta- al desgaste de Maduro, que no tiene una conexión emocional con su electorado, para luego, entonces sí, construir una mayoría sólida y amplia que permita burlar las inequidades de los procesos electorales venezolanos.
Hoy Capriles luce apagado. Maduro se ha fortalecido y dirige un gobierno en el cual es posible identificar rasgos de un estilo propio. El reclamo ante el Supremo ha caído en el olvido después de que la Sala Constitucional, de mayoría chavista, se avocara a conocer la causa. Así, el entusiasmo de la oposición se ha diluido en la rutina e incluso en la indiferencia frente a los graves problemas del país y al colapso del modelo económico chavista. Aunque el gobierno se ha mostrado dispuesto a trabajar con la empresa privada, no ha renunciado a perfeccionar la política de controles a través de una nueva ley en la Asamblea Nacional -que regula los precios de los vehículos nuevos y usados- y la vuelta de Eduardo Samán, un comunista recalcitrante, a la dirección del Indepabis, el organismo encargado de vigilar que se cumplan los topes establecidos por el Estado en el valor de los bienes y servicios. El gobierno cree que con más controles podrá reducir la inflación, que en junio llegó a 4,7% para sumar 25% en el primer semestre del año.
Maduro pudo recuperarse con golpes precisos para confinar a la oposición a sus bastiones como en los tiempos de Hugo Chávez, donde no hace daño. Cuando Capriles visitó Colombia, adonde fue recibido por el presidente Juan Manuel Santos, la airada reacción de Maduro puso en alerta a los demás países. Desde entonces el reconocimiento de la comunidad internacional al joven gobierno venezolano fue más decidido. Es posible que esa sea la prueba del éxito de la diplomacia bolivariana o de la lenta e inexorable muerte del reclamo opositor. Dos episodios así lo demuestran: el presidente de México, Enrique Peña Nieto, dijo que no recibiría al gobernador de Miranda en caso de que éste visitara ese país. Y el nuncio apostólico en Caracas, Pietro Parolin, exhortó al líder estudiantil Vilca Fernández a suspender la huelga de hambre que mantenía en la sede diplomática a propósito del conflicto entre las universidades y el gobierno. Era, dijo el representante del papa Francisco en el país, un lugar no propicio para esas manifestaciones. “Aunque estamos preocupados por el conflicto, la Nunciatura no está involucrada directamente en él”, aclaró.
Quizá el conflicto que mantiene cerradas las principales universidades públicas de Venezuela sea el mejor rasero para medir cómo se ha enfriado la protesta opositora. Los problemas de la educación superior –un presupuesto justo, el respeto a la autonomía y un aumento sustancial de los magros salarios que devengan los docentes, demandas parcialmente complacidas por el Gobierno- no han movilizado a su electorado en la misma proporción que hace tres meses. Tal vez en esa actitud tenga que ver la tibieza de Capriles frente a la aventura de la huelga. Primero recomendó a los profesores no suspender las clases. Cuando arreció el conflicto sí decidió solidarizarse con su estrategia. “El gobierno tiene la posibilidad de resolver el conflicto universitario. Ellos regalan 4 mil millones de dólares al año al gobierno cubano”, escribió en su cuenta de Twitter el 18 de junio.
Todas esas contradicciones han sido aprovechadas por el gobierno, que sí tiene conciencia de su debilidad si asoma alguna fisura. Por ello se han mostrado como un bloque alrededor de Maduro. Bien lo dice Maso: “Diosdado Cabello no conspira para sacar a Maduro de Miraflores. Los dos están hermanados porque la salida de uno, o del otro, significaría el fin de ambos”.
Pero además ocurrió un hecho que nadie esperaba. La anunciada venta del canal Globovisión derivó en un giro brusco de su política editorial que afectó a Capriles y a toda la oposición. Concebida como una trinchera del antichavismo, en ocasiones el pequeño canal de noticias transmitía largas y antinoticiosas ruedas de prensa y arengas de los dirigentes políticos opuestos al gobierno. Eran compromisos políticos que el canal jamás rehuyó en el entendido de que así socavaría la base de apoyo popular del chavismo. “En 2012 tomé la decisión de hacer todo lo que estuviera en nuestro poder para lograr que la oposición ganara las elecciones de octubre. Era la oportunidad, como venezolanos, para recuperar nuestro país. En Globovisión lo hicimos extraordinariamente bien y casi lo logramos, pero la oposición perdió”, afirmó el dueño saliente del canal, Guillermo Zuloaga, en su misiva de despedida a los trabajadores.
Los nuevos dueños, sospechados de vínculos con el gobierno, decidieron cortar con el compromiso de transmitir en directo las informaciones emanadas por voceros de la oposición. Se pide a los medios privados un equilibrio informativo que los canales oficiales no están dispuestos a observar. “Hay mucha autocensura. Ernesto Villegas (ministro de Comunicación e Información) ha dado órdenes de que no se transmitan mis actos. Está encima de esto”, dijo Capriles en una conversación con este diario.
Al mismo tiempo el presidente Nicolás Maduro viajaba por el mundo en busca de apoyo internacional para su endeble mandato y copaba los espacios en la televisión, tal como lo hizo su predecesor. Un trabajo de la ONG Monitoreo Ciudadano determinó que entre el 3 de junio y el 3 julio Maduro apareció en las pantallas de Venezolana de Televisión, el canal del Estado, durante 48 horas y cuatro minutos, a un promedio de dos horas diarias. Desde el 14 de abril y el 3 de julio el gobierno ha obligado a los demás medios a retransmitir su señal 65 horas y 26 minutos, 32 minutos diarios.
No hay estadísticas que midan las escasas apariciones de Capriles tras el cambio de rumbo de Globovisión, pero sus colaboradores sostienen que hay una merma significativa desde mayo. El pasado martes este diario fue invitado a presenciar el programa de televisión semanal que el ex candidato presidencial decidió transmitir a través de su página web (www.capriles.tv) para enfrentar lo que considera como un cerco a su liderazgo y superar lo que sin remilgos define como la autocensura de las plantas de televisión privadas de Venezuela. Capriles visualiza a ese espacio, que ha llamado “Venezuela somos todos”, como el momento para opinar sobre temas de política nacional y mantener a su base unida y movilizada.
Lo primero que sorprende son los equipos con los que cuenta para poder hacer una transmisión. La terraza del piso 1 de su antiguo comando de campaña es un set de televisión. Hay cuatro cámaras, una consola que mezcla las imágenes tomadas por cada una de ellas y una antena parabólica. El programa es transmitido por satélite y los canales de televisión reciben los parámetros para poder sintonizarlo y retransmitirlo en directo si así les parece. Su jefe de prensa, Ana María Fernández, dice que muy pocas veces ha pasado.
Ese martes, Capriles, que viste una camisa azul celeste, y un pantalón verde de drill, llegó al set estrechando manos y saludando con energía. Cuatro periodistas le esperaban sentados a una mesa. Eran los invitados del programa. Después de saludar a la audiencia, de criticar a Maduro por desear que Edward Snowden, el ex analista de la NSA que filtró los documentos que revelan el espionaje electrónico de Estados Unidos, aterrizara en Venezuela; después incluso de ironizar sobre la costumbre de un miembro del Partido Socialista Unido de Venezuela de cuidar del brillo de sus uñas antes que los indicadores de su gestión, el gobernador Capriles criticó, a lo largo de la hora y media que duró el programa, a quienes cuestionan a través de las redes sociales su desacuerdo con la forma como ha conducido la crisis política.
“Hay mucha gente que se dice de oposición que se pasa el 70% de su tiempo atacándonos. El esfuerzo debe ser más propositivo”, dijo. Cinco minutos después dejó a medio camino un tema para retomar su argumento. “Los que quieren tomar la calle no son capaces de dejar de ir a la playa el fin de semana para organizarse. No tiene que venir un líder a decirle qué tienen que hacer. Organícense. ¿Qué hacen ellos para fortalecer la alternativa democrática? Nada. Yo sigo proponiendo, pero esto es una lucha de todos. Hay que salir del Twitter y recorrer el país”.
Al finalizar el programa Capriles atendió a este diario y defendió su estrategia: “Creo que tengo la responsabilidad, a sabiendas de que Venezuela es un país desinstitucionalizado, de no dejarme llevar por las emociones, sino a apelar a la razón. La emocionalidad es propia de un proceso electoral y no un acto racional. Hay personas que establecen una comparación con lo que se produjo en Brasil. O lo que pasó en Siria. Yo no puedo pedirle a la gente que salga a la calle, que sea asesinada y luego pasar la página. Esa no es mi visión.
-¿Han sido sus horas más bajas?
-Yo trato de buscar el lado positivo de las cosas. Creo que hemos logrado desenmascarar al gobierno. Había que desenmascarar el desigual proceso electoral para darle más valor a la lucha. Creo en la construcción de una fuerza popular lo suficientemente amplia para imponer democráticamente los cambios. Puedo equivocarme. Yo me la estoy jugando.