Hace poco los
reconocidos analistas políticos Fausto Masó y Luis García Mora criticaron en
dos artículos la estrategia de la oposición para manejar la crisis política
venezolana. El título del escrito de Maso era casi una provocación para quienes
sintieron en abril que tenían al alcance de la mano el fin de 14 años de
chavismo. “¿Y si Nicolás Maduro durase los seis años?”. Razonaba el articulista
que Venezuela se estaba acostumbrando al nuevo Presidente al igual que al
tráfico, a la delincuencia y al desabastecimiento. “Maduro se está convirtiendo
en una mala costumbre, pero las malas costumbres son eternas, mientras el
espacio en los medios de la oposición le ocurre como a la piel de zapa de
Balzac, se achica”, escribió. Mucho más directo, García Mora se preguntaba:
“¿Para dónde va Henrique Capriles Radonski?” y argumentaba que la oposición no
tenía objetivo estratégico definido y que lucía entrampada.
Estas ideas son parte
de una opinión generalizada entre buena parte de los adversarios del gobierno,
quienes han empezado a preguntarse, después de ver lo sucedido en Brasil -donde
protestas masivas y extendidas en el tiempo han obligado a la presidenta Dilma
Rousseff a promover reformas-, si su líder ha dilapidado la posibilidad de
provocar cambios en el modelo chavista con el capital político obtenido en las
elecciones del pasado 14 de abril. Más allá de esto: si la oposición está
segura de que fue despojada del triunfo, ¿por qué desistió de presionar en la
calle hasta que se reconociera el resultado?
El miércoles 17 de
abril Capriles Radonski convocó a sus seguidores a marchar hacia el Consejo
Nacional Electoral para solicitar un recuento de votos, la única manera, dijo
entonces, de resolver la crisis política desatada después del anuncio del
estrecho resultado. En las calles había numerosos focos de protesta que a la postre
terminarían con nueve personas fallecidas, 78 lesionadas, y con la amenaza del
gobierno de enjuiciarle como el instigador de esas muertes. El candidato
decidió entonces suspender la caminata para evitar una masacre similar a la ocurrida
el 11 de abril de 2002 -el día que comenzó el breve golpe de Estado contra Hugo
Chávez- y reorientar su estrategia. Sus seguidores debían cesar las protestas
callejeras, volver a casa y dejar que él llevara el reclamo ante el árbitro
comicial e impugnara las elecciones ante el Supremo en caso de que la mayoría
oficialista del CNE no aceptara abrir las urnas. El tiempo se encargaría de
terminar de erosionar las precarias bases que sostenían a Maduro, que debía
iniciar su gobierno con un presupuesto comprometido y una escasez galopante con
congénitas debilidades de liderazgo. La estrategia de Capriles apostaba
–apuesta- al desgaste de Maduro, que no tiene una conexión emocional con su
electorado, para luego, entonces sí, construir una mayoría sólida y amplia que
permita burlar las inequidades de los procesos electorales venezolanos.
Hoy Capriles luce apagado.
Maduro se ha fortalecido y dirige un gobierno en el cual es posible identificar
rasgos de un estilo propio. El reclamo ante el Supremo ha caído en el olvido
después de que la Sala Constitucional, de mayoría chavista, se avocara a
conocer la causa. Así, el entusiasmo de la oposición se ha diluido en la rutina
e incluso en la indiferencia frente a los graves problemas del país y al
colapso del modelo económico chavista. Aunque el gobierno se ha mostrado
dispuesto a trabajar con la empresa privada, no ha renunciado a perfeccionar la
política de controles a través de una nueva ley en la Asamblea Nacional -que
regula los precios de los vehículos nuevos y usados- y la vuelta de Eduardo
Samán, un comunista recalcitrante, a la dirección del Indepabis, el organismo
encargado de vigilar que se cumplan los topes establecidos por el Estado en el
valor de los bienes y servicios. El gobierno cree que con más controles podrá
reducir la inflación, que en junio llegó a 4,7% para sumar 25% en el primer
semestre del año.
Maduro pudo
recuperarse con golpes precisos para confinar a la oposición a sus bastiones
como en los tiempos de Hugo Chávez, donde no hace daño. Cuando Capriles visitó
Colombia, adonde fue recibido por el presidente Juan Manuel Santos, la airada
reacción de Maduro puso en alerta a los demás países. Desde entonces el
reconocimiento de la comunidad internacional al joven gobierno venezolano fue
más decidido. Es posible que esa sea la prueba del éxito de la diplomacia
bolivariana o de la lenta e inexorable muerte del reclamo opositor. Dos
episodios así lo demuestran: el presidente de México, Enrique Peña Nieto, dijo
que no recibiría al gobernador de Miranda en caso de que éste visitara ese
país. Y el nuncio apostólico en Caracas, Pietro Parolin, exhortó al líder
estudiantil Vilca Fernández a suspender la huelga de hambre que mantenía en la
sede diplomática a propósito del conflicto entre las universidades y el
gobierno. Era, dijo el representante del papa Francisco en el país, un lugar no
propicio para esas manifestaciones. “Aunque estamos preocupados por el conflicto,
la Nunciatura no está involucrada directamente en él”, aclaró.
Quizá el conflicto que
mantiene cerradas las principales universidades públicas de Venezuela sea el
mejor rasero para medir cómo se ha enfriado la protesta opositora. Los
problemas de la educación superior –un presupuesto justo, el respeto a la
autonomía y un aumento sustancial de los magros salarios que devengan los
docentes, demandas parcialmente complacidas por el Gobierno- no han movilizado
a su electorado en la misma proporción que hace tres meses. Tal vez en esa
actitud tenga que ver la tibieza de Capriles frente a la aventura de la huelga.
Primero recomendó a los profesores no suspender las clases. Cuando arreció el
conflicto sí decidió solidarizarse con su estrategia. “El gobierno tiene la
posibilidad de resolver el conflicto universitario. Ellos regalan 4 mil
millones de dólares al año al gobierno cubano”, escribió en su cuenta de
Twitter el 18 de junio.
Todas esas
contradicciones han sido aprovechadas por el gobierno, que sí tiene conciencia
de su debilidad si asoma alguna fisura. Por ello se han mostrado como un bloque
alrededor de Maduro. Bien lo dice Maso: “Diosdado Cabello no conspira para
sacar a Maduro de Miraflores. Los dos están hermanados porque la salida de uno,
o del otro, significaría el fin de ambos”.
Pero además ocurrió un
hecho que nadie esperaba. La anunciada venta del canal Globovisión derivó en un
giro brusco de su política editorial que afectó a Capriles y a toda la
oposición. Concebida como una trinchera del antichavismo, en ocasiones el pequeño
canal de noticias transmitía largas y antinoticiosas ruedas de prensa y arengas
de los dirigentes políticos opuestos al gobierno. Eran compromisos políticos
que el canal jamás rehuyó en el entendido de que así socavaría la base de apoyo
popular del chavismo. “En 2012 tomé la decisión de hacer todo lo que estuviera
en nuestro poder para lograr que la oposición ganara las elecciones de octubre.
Era la oportunidad, como venezolanos, para recuperar nuestro país. En
Globovisión lo hicimos extraordinariamente bien y casi lo logramos, pero la
oposición perdió”, afirmó el dueño saliente del canal, Guillermo Zuloaga, en su
misiva de despedida a los trabajadores.
Los nuevos dueños,
sospechados de vínculos con el gobierno, decidieron cortar con el compromiso de
transmitir en directo las informaciones emanadas por voceros de la oposición. Se
pide a los medios privados un equilibrio informativo que los canales oficiales
no están dispuestos a observar. “Hay mucha autocensura. Ernesto Villegas
(ministro de Comunicación e Información) ha dado órdenes de que no se
transmitan mis actos. Está encima de esto”, dijo Capriles en una conversación
con este diario.
Al mismo tiempo el
presidente Nicolás Maduro viajaba por el mundo en busca de apoyo internacional
para su endeble mandato y copaba los espacios en la televisión, tal como lo
hizo su predecesor. Un trabajo de la ONG Monitoreo Ciudadano determinó que
entre el 3 de junio y el 3 julio Maduro apareció en las pantallas de Venezolana
de Televisión, el canal del Estado, durante 48 horas y cuatro minutos, a un
promedio de dos horas diarias. Desde el 14 de abril y el 3 de julio el gobierno
ha obligado a los demás medios a retransmitir su señal 65 horas y 26 minutos,
32 minutos diarios.
No hay estadísticas
que midan las escasas apariciones de Capriles tras el cambio de rumbo de
Globovisión, pero sus colaboradores sostienen que hay una merma significativa
desde mayo. El pasado martes este diario fue invitado a presenciar el programa
de televisión semanal que el ex candidato presidencial decidió transmitir a
través de su página web (www.capriles.tv)
para enfrentar lo que considera como un cerco a su liderazgo y superar lo que
sin remilgos define como la autocensura de las plantas de televisión privadas
de Venezuela. Capriles visualiza a ese espacio, que ha llamado “Venezuela somos
todos”, como el momento para opinar sobre temas de política nacional y mantener
a su base unida y movilizada.
Lo primero que
sorprende son los equipos con los que cuenta para poder hacer una transmisión.
La terraza del piso 1 de su antiguo comando de campaña es un set de televisión.
Hay cuatro cámaras, una consola que mezcla las imágenes tomadas por cada una de
ellas y una antena parabólica. El programa es transmitido por satélite y los
canales de televisión reciben los parámetros para poder sintonizarlo y retransmitirlo
en directo si así les parece. Su jefe de prensa, Ana María Fernández, dice que
muy pocas veces ha pasado.
Ese martes, Capriles,
que viste una camisa azul celeste, y un pantalón verde de drill, llegó al set
estrechando manos y saludando con energía. Cuatro periodistas le esperaban
sentados a una mesa. Eran los invitados del programa. Después de saludar a la
audiencia, de criticar a Maduro por desear que Edward Snowden, el ex analista
de la NSA que filtró los documentos que revelan el espionaje electrónico de
Estados Unidos, aterrizara en Venezuela; después incluso de ironizar sobre la
costumbre de un miembro del Partido Socialista Unido de Venezuela de cuidar del
brillo de sus uñas antes que los indicadores de su gestión, el gobernador Capriles
criticó, a lo largo de la hora y media que duró el programa, a quienes
cuestionan a través de las redes sociales su desacuerdo con la forma como ha
conducido la crisis política.
“Hay mucha gente que
se dice de oposición que se pasa el 70% de su tiempo atacándonos. El esfuerzo
debe ser más propositivo”, dijo. Cinco minutos después dejó a medio camino un
tema para retomar su argumento. “Los que quieren tomar la calle no son capaces
de dejar de ir a la playa el fin de semana para organizarse. No tiene que venir
un líder a decirle qué tienen que hacer. Organícense. ¿Qué hacen ellos para
fortalecer la alternativa democrática? Nada. Yo sigo proponiendo, pero esto es
una lucha de todos. Hay que salir del Twitter y recorrer el país”.
Al finalizar el
programa Capriles atendió a este diario y defendió su estrategia: “Creo que
tengo la responsabilidad, a sabiendas de que Venezuela es un país
desinstitucionalizado, de no dejarme llevar por las emociones, sino a apelar a
la razón. La emocionalidad es propia de un proceso electoral y no un acto
racional. Hay personas que establecen una comparación con lo que se produjo en
Brasil. O lo que pasó en Siria. Yo no puedo pedirle a la gente que salga a la
calle, que sea asesinada y luego pasar la página. Esa no es mi visión.
-¿Han sido sus horas más bajas?
-Yo trato de
buscar el lado positivo de las cosas. Creo que hemos logrado desenmascarar al
gobierno. Había que desenmascarar el desigual proceso electoral para darle más
valor a la lucha. Creo en la construcción de una fuerza popular lo
suficientemente amplia para imponer democráticamente los cambios. Puedo
equivocarme. Yo me la estoy jugando.